Cierta vez un hombre se encontró con una criatura excesivamente inusual que creaba, con sus diminutos ojos negros, preciosas estelas en el aire. El hombre, extrañado, se acercó a mirar los minúsculos ónices que se veían en el rostro de la criatura y sintió cómo su cuerpo era absorbido por la enorme penumbra que había en su mirada.
Estuvo cayendo en el oscuro abismo de sus ojos por lo que pareció una eternidad, pero justo cuando creía que no terminaría de descender, se encontró con que en el fondo estaban sus propios ojos; los del hombre que miraba a la criatura excesivamente inusual.
En ese momento, Nietzsche se le acercó y le dijo: "¿Ya ves que lo que escribo no son pendejadas?"… y era cierto…
La criatura, de pronto, adoptó una forma muy distinta y el hombre se dio cuenta de que ésta era una mujer. La señorita se colocó unos lentes que hacían ver sus ojos del tamaño de dos grandes rocas de mármol negro. Parpadeó, apenas por un segundo, y ya la dama había desaparecido, pero los dibujos que había hecho en aire aún estaban ahí.
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