El sol ascendía y reclamaba con autoridad la cúspide del cielo. El brillo era cegador y el calor me derretía la frente. Llegaba el mediodía y la tarde se asomaba lentamente entregando toda la libertad de las sombras a la tiranía absoluta del astro rey.
Súbitamente, las nubes que paseaban errantes por el cielo, en una suerte de rebelión decidieron alinearse y hacer lo que yo no podría hacer con un dedo: tapar el sol.
De la sombra generada se lograba escapar apenas un rayo de luz, que no sé si habrá sido real o me lo habré imaginado, y que pendiendo del cielo bajaba hasta el cabello de una dulce criatura que caminaba con alas por el mundo.
Entre los árboles, su admirable imagen se perdió de mi vista y el sol recuperó su trono. Creí que no la vería más, aunque sé que bastaba ese pequeño instante para que los sueños volaran y una dulce sonrisa de idiota se colara entre mis labios, pero en el nombre de todo lo bueno, ese no sería el único momento.
Del azul del cielo se desprendieron miles de mariposas y de unas sombras clandestinas apareció nuevamente la encarnación de la belleza. Me acerqué a su elegante figura y con mi mano rocé su espalda, para inclinarme y besar un costado de su rostro.
Mis ojos observaron los suyos y pude ver en su profunda pupila como un mar azul surgía desde el fondo de su alma y acariciaba el chocolate que ilumina sus párpados abiertos.
Y en ese momento, con un suspiro que se escapó de sus venas, la bella criatura se fundió entre las cerúleas alas de las mariposas que cruzaron entre los dos, y solo quedó el azul del cielo mezclado con una amable sensación de ausencia que alimentó al silencioso romance de los que vemos poesía en la realidad.