Jamás me enamoraría de una mujer sin nombre. Para mí el nombre guarda parte importante de ese sutil encanto que convive con la belleza que distingue a una persona de otra. Puede que dos mujeres tengan el mismo nombre, pero sus voces marcan diferencias en la pronunciación de cada una de las letras que conforman ese nombre.
El nombre, poéticamente lo callo por un asunto que se riñe entre la cobardía, una supuesta auto-preservación y la poesía misma. Decir un nombre es exponer una imagen (además de la mía) a la opinión pública. Decir un nombre es delatar al silencio, que exige su derecho a permanecer callado, porque sabe que todo lo que diga puede ser utilizado en su contra. Decir un nombre es distanciar a mi lectora de esa ilusión de que las palabras podrían ser para ella... Más que porque las haya escrito yo, por motivos de apreciación a lo expresado, sin necesidad de saber quién rayos habla en esos versos.
He aquí la importancia del anonimato para el bien del romance. Ciertamente, ¡qué viva la incertidumbre!
Son anónimas todas aquellas cuyos nombres el silencio repite suspirando. Sus nombres solo los sabemos ese silencio, algunos amigos del silencio y yo. Hay distintas anónimas en mis escritos. (Creo que) tan solo una sabe que en uno(s) de estos hablo de ella, pero de resto son anónimas preciosas que (creo que) no conocen mi verdad... o que apenas me conocen.