Las tardes se pasaban frente a ese campo adornado de hojas secas, flores marchitas y grama que moría poco a poco.
Los cadáveres florales que abonaban el suelo humífero por motivos que la ciencia aún ignora se transformaban en arena blanca. Los árboles que hasta hace unos días hundían sus raíces en las tierras fertiles se tambaleaban y apenas eran capaces de sobrevivir ante las fuerzas del cambio inevitable.
Un lobo ingenuamente se acercó al claro del bosque que le vio nacer. El perfume de los árboles, que tanta paz le traía, había desaparecido; ahora era la amable esencia de la muerte la que se paseaba entre las hojas y flores marchitas que se volvieron una inmensa sábana blanca.
Una lágrima se congeló antes de lograr siquiera salir de su ojo y parecer lagaña; la enfermedad triunfó sobre la tierra; y al tomar la extraña decisión de comer arena, el lobo se dio cuenta de lo que era.
El invierno llega sin piedad, y la muerte parece un regalo, la solución más dulce a los helados sufrimientos que caracterizan a la vida, al otoño y a la enfermedad.
El lobo se acuesta sobre la arena blanca y decide llamarla nieve, aunque sepa que se trata de miedo, desprecio y palabras salvajes.
Aún así, le entristece y enorgullece al mismo tiempo decir que, al menos ese místico e hipnotizador color alba que le arropa y le ama, es su más fiel amigo en la soledad.
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