domingo, 26 de febrero de 2012

El destino del tren del señor Schulz

—Solo toque la alarma en caso de emergencia— dice la voz de la señorita que sale de los altoparlantes del ferrocarril—. El tren se detendrá y se buscará la solución inmediata del inconveniente. Agradecemos su colaboración y su escogencia.
—¿Su escogencia? ¿Acaso hay otra empresa de trenes en este país? — dije en voz alta para que se rieran los pasajeros que se encontraban a mi lado.

   Efectivamente rieron.

   El viaje iba a ser bastante largo así que llevé un libro de Edgar Allan Poe para leer en el trayecto, pero no lo lograba encontrar en mi bolso de mano. Los  hombres usamos bolso de mano. He visto gente que cree que los hombres no llevamos bolso de mano. Me parece una idea ridícula. No hay nada más cómodo que llevar cosas en un bolso de mano y ocupar un asiento con él, así como hacen la mayoría de las mujeres, te evita malas compañías en restaurantes, bancos, transportes públicos… como el tren y cualquier lugar donde haya donde sentarse.

   Llamé un momento a la… ¿trenmoza?

—¡Trenmoza!
—¿Trenmoza? — dijo la “trenmoza”.
—Sí, ya sabe, porque es como una aeromoza, pero del tren — intenté explicarle.
—Ah, pero eso ya no es llamado así, caballero.
—¿Ah no?
—No, fíjese que ahora se les llama auxiliares de vuelo, por ende yo sería algo así como — decía mientras revisaba en su teléfono inteligente— asistente de coche de pasajeros.
—¿Desde cuándo?
—No sé, señor, eso dice Wikipedia— se sacudió la pregunta señalando su Blackberry.
—¿Wikipedia? — pregunté—. Bueno, el caso es que quisiera saber si podría conseguirse de algún modo un libro que perdí.
—¿Dónde lo perdió?
—Aquí en el tren, señorita asistente de coche de pasajeros.
—Muy bien. ¿Alguna característica del libro que me pueda ayudar a encontrarlo?
—Sí, señorita, ¿cómo no? Es un libro de Edgar Allan Poe.
—Entendido. Lo buscaré. Cualquier cosa oportunamente le consultaré o le informaré, según sea el caso. Gracias por su escogencia.

   En este caso, el “gracias por su escogencia” tenía mayor sentido. Hay otras trenmozas., digo, auxiliares de coche de pasajeros… según Wikipedia.



    Pasó un buen rato y no conseguía mi libro y la señorita que se había comprometido a ayudarme no se presentaba con algún rastro de mi copia de los escritos de Poe.

—Solo toque la alarma en caso de emergencia.. El tren se detendrá y se buscará la solución inmediata del inconveniente. Agradecemos su colaboración y su escogencia.

   ¿Si se pierde un libro puede ser considerado una emergencia?

   El tren se frenó bruscamente, los pasajeros conmocionados volteaban hacia todos lados tratando de averiguar qué rayos estaba pasando y una voz del baño se escuchó gritar “Menos mal que ya estaba en el baño, porque con ese frenazo me cagué”.  Sí, toqué la alarma del tren.

   Un hombre con el peinado de Hitler comenzó a caminar por los pasillos del tren preguntando “¿Quién ha tocado la maldita alarma?”. Al llegar a mi lado, me puse a pensar lo estúpida que sonaba la frase “Toqué la alarma porque no consigo mi libro”, así que permanecí callado, pero la atractiva señorita que se encontraba sentada a mi lado, que había logrado que se colocara ahí por medio de la estrategia del bolso de mano que ya les expliqué, me traicionó.

—Fue él. Él tocó la alarma.

   ¿Por qué me haces esto, mujer sensual?

—¿Fue usted, caballero? ¿Qué demonios pasa? ¿Por qué tocó la alarma? ¿Cuál es la emergencia?
—No consigo mi libro.
—¿Qué? ¿Esa porquería le parece una emergencia?
—No consigo mi libro… porque… porque lo tomó… un asesino… que está suelto en el tren.
—¡Santa madre de Cristo, hijo de Dios, rey de los judíos!— decía el señor con el peinado de Hitler—  Mi nombre es Ibrahim Shallah, pero me puede llamar “Insha’allah” soy el sobrecargo de los asistentes de coche de pasajeros de este tren y además investigador policial por hobby.

  Bueno, se parece a Hitler, pero no cabe duda de que no es nazi.

—Señor Insha’allah, es de extrema importancia que encontremos ese libr… asesino.
—No se preocupe, señooor…— me alentaba mientras movía la mano tratando de sacarme el nombre.
—Schulz, Franz Schulz.
—Señor Schulz, acompáñeme. Buscaremos puesto por puesto al asesino en cuestión. Seguramente daremos con el paradero de su libro.

    ¿Ahora de dónde me invento un asesino?

—¿Cómo se llama el libro, Franz?— preguntó Ibrahim.
—El Corazón D…
—¿El Corazón D…? ¿Delator?
—Sí, ese mismo.

    Perfecto. Yo que creía que era suficiente con mi consciencia. “El corazón delator”. No me pude haber traído otro libro.

—Ese cuento es muy interesante— afirmaba “Insha’allah”—. ¿No le parece una gran coincidencia? Estamos buscando a un asesino que está en el tren y tendrá que delatarse. Como en el cuento.
—Sí, jajajajajajajaja— reí nerviosamente.
—Excepto por lo del tren, claro está.
—Sí, menos el tren.

     Y el asesino y el corazón.

—¿Le parece si nos separamos, señor Schulz?
—SÍ — exclamé —. Digo, sí.
—Vale, yo busco por acá y usted por allá. Tenga mucho cuidado, no quiero que ocurra ningún accidente grave en este tren.
—Tranquilo, Insha’allah.
—Así es, Insha’allah — dijo él, usando la frase como expresión y no como su sobrenombre.

    Ya sé qué voy a hacer. A conseguir ese libro rápido.

    Fui corriendo adonde era más probable que estuviese mi libro, el vagón del equipaje. Efectivamente, estaba en mi maleta junto a una lámpara para leer que habían roto los imbéciles que arrojaron las maletas al vagón. "Tengan más cuidado, toscos".

   Me acerqué una vez más a mi puesto y llegó Ibrahim.

—¿Qué hace allí sentado? —preguntó agitado— Encontré al asesino.
—¿El asesino?— dudé sorprendido.
—¡Sí, aquí mismo está! — gritó arrojando al asiento de en frente a un hombre de barba.
—¿Así que tú tienes mi libro?

    Dadas las circunstancias no podía dejar pasar la oportunidad de sacarme toda clase de culpa de encima.

—No, es lo que más me sorprendió— comentó el sobrecargo.
—¿Entonces dónde está mi libro?
—Debe estar por acá, cerca de su puesto— indagaba Ibrahim —. Señorita, permítame revisar su bolso.
—Sin ningún problema— dijo abriendo su bolso la señorita traidora.

   Y ahí estaba el libro junto a un perfume barato. Había logrado infiltrarlo mientras Insha’allah se distraía con el barbudo.

—¿Así que usted pretendía robarse el libro del respetable señor Schulz?

    Respetable señor. Esto no pudo haber salido mejor.

—No, yo no tomé nada. Se los juro. Esto debe ser una trampa. Dígales que es mentira, señor Schulz.

     No sé si fue la sensación de culpa o el encanto femenino de la joven, pero decidí confesar.

—Es cierto lo que dice la señorita, Ibrahim.
—¿A qué se refiere, señor Schulz?
—Es una trampa… una trampa ideada por el asesino.
—Madre mía, que intuición, Schulz. Debería usted ser oficial de policía.
—No es el primero que me lo dice.
—Insha’allah.

   Lo más gracioso de esta historia es que nunca leí el libro. Apenas bajé del tren lo arrojé a un lago, pero dicen que a veces se escuchan los latidos viniendo del fondo, pero yo no los escucho. Seguramente el hombre de barba sí. Y no, no  me quedé con la señorita.

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