Se escuchó en el zaguán de la casa, un extraño sonido. Elena, espantada, se levantó de la mecedora y vio hacia la ventana de la cabaña en que se estaba hospedando Nikolai, desde donde parecía provenir el ruido.
Nikolai era un ruso de un metro setenta y seis, de ojos marrones y con una felicidad que parecía sospechosa... La verdad es que no parecía un ruso en absoluto.
No era secreto para nadie que a Nikolai le encantaba escribir sobre las mujeres que le enamoraban, pero definitivamente su vida amorosa era un misterio.
Los extranjeros rara vez pasan desapercibidos, en primer lugar por su aspecto físico, sin embargo, Nikolai resaltaba por por su manera de hablar y su gran ocurrencia. Nikolai era, sin duda, un tipo popular.
—¿Sabes como cuando crees que todo el mundo te conoce, pero la verdad es que nadie tiene idea de quién eres? —le decía Nikolai a la señorita que le acompañaba en su extraño soliloquio— Pues, así me siento. Creo que los únicos que me conocen son quienes me leen, y no tienen idea de qué rayos estoy diciendo.
—Eso significaría que quienes te conocen... ¿no te conocen?
—Contradictorio, quizás, pero así me parece que es.
La mujer rió por la contradicción y le dio un abrazo. A Nikolai le gustaban los abrazos, pero, en ese momento, le dolían.
Sentía que no quería ser humano, que quería ser una especie animal que fuese incapaz de amar. Una criatura que solo se preocupara por sobrevivir y no de las habituales preocupaciones, que él consideraba, mundanas del hombre.
Se hizo el silencio y en ese momento un gigantesco alarido se escuchó en el zaguán de la casa. Elena, espantada, se levantó de la mecedora y vio hacia la ventana de la cabaña en que se estaba hospedando Nikolai, desde donde parecía provenir el ruido.
Elena no hablaba nunca con Nikolai. La verdad es que le tenía miedo. Elena creía que era un demente. Ella era muy organizada y pensaba que Nikolai era la representación del caos en la Tierra por su manera de decir las cosas, por sus hábitos y por la forma en que llevaba su vida, aparentemente desinteresada.
Estos prejuicios junto al espantoso sonido que parecía provenir de la cabaña del ruso hicieron que Elena pensara que se trataba de un crimen. Elena, sin embargo, luego de una extensa discusión de dos minutos consigo misma, se dijo que debía investigar a fondo lo sucedido.
Resolvió acercarse a la ventana de Nikolai, pero para su sorpresa tan solo estaba él sentado en su sofá escribiendo en un pedazo de papel.
"Parece que me he equivocado", pensó la curiosa señorita, sin apartarse de la ventana.
Nikolai alzó la mirada y se percató de la presencia de alguien detrás del vidrio. Por un momento, temió por su vida, creía que se trataba de algún ladrón o un asesino que aprovechaba la oscuridad para robarle sus pertenencias.
—¡Acá no hay nada!— gritó el joven ruso.
Elena, que estaba igual de confundida, creyó que el hombre estaba intentando esconder su crimen.
—¡Yo sé lo que hizo!— le dijo con la voz temblorosa.
—¿Qué hice?
—No se haga el idiota. Usted la mató.
Nikolai se acercó con agresividad a la ventana, aunque aún no podía ver el rostro de Elena bañada en la penumbra.
—¿Usted qué sabe? —le dijo— ¿Acaso escuchó algún grito?
—Sí, la he escuchado gritar.
—¿La?
—Sí, a la mujer que le acompañaba.
—Pero, si la señorita que estaba conmigo se ha ido hace rato.
—¿"Se ha ido" es una especie de eufemismo?—preguntó inquisitivamente.
—Mire, no sé quién es usted, pero yo no he matado a nadie —le decía Nikolai—. Yo solo estaba acá escribiendo sobre la única cosa que he matado.
—Ah, entonces sí mató a algo.
—Sí, a la palabra.
—¿A la palabra?
—No sería capaz de explicarle.
No se lo quería decir para no preocuparla. Nikolai pensaba que sus problemas son suyos y que compartirlos es cargar a los demás.
Hizo silencio y dejó morir a la palabra que gritaba por salir de su boca; permitió que se ahogara en su garganta y se volviera dióxido de carbono expulsado por el habitual proceso de respiración.
En ese mismo momento, Elena escuchó una vez más el sonido.
—¿Qué fue ese ruido?— preguntó más confundida que antes.
—¿Cuál ruido?
—¿Quiere decir que no escuchó nada?
—No he escuchado nada.
—Era el mismo sonido de hace un rato, pero supongo que debo estar imaginándome cosas.
Por un instante, Elena pensó que se trataba de su paranoia manifestándose.
—Bueno, que tenga buena noche, señor Nikolai.
—Espere; no me ha dicho su nombre.
—¿Puede ver mi rostro?
—No. Lamento que solo escucho su voz.
—Entonces, no le diré mi nombre. Ya he pasado suficiente pena. Buenas noches.
—Si usted lo dice, jaja.
Elena no entendió qué rayos fue lo que escuchó. No podía describir un sonido que no era audible, no podía describir el sonido del silencio.
El silencio es un grito y somos pocos los capaces de escuchar el dolor que le pertenece a este alarido ensordecedor. Es increíble el ruido que hace la palabra que aclama, por lo menos, ser escupida o vomitada. Nikolai era un asesino. Mató a la palabra y siguió sonriendo para aparentar su victoria. Nikolai era un maldito asesino.